04 de Julio de 2011

Nuestro terremoto / Francisco Aravena y Alfredo Sepúlveda

La empresa Arauco tiene operaciones industriales que se despliegan en su mayor parte en el territorio donde el terremoto y tsunami del 27 de febrero de 2010 golpearon más fuerte. Nuestro terremoto es el relato de cómo esta compañía forestal sobrellevó los problemas, se puso de pie y salió adelante junto a las comunidades en las que está inserta.

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Extracto capítulo uno: “A las tres treinta y cuatro”

«A las tres y media de la madrugada del 27 de febrero, los trabajadores del aserradero Mutrún que habían comenzado su turno a lasonce de la noche terminaban su colación. Desde donde estaban, en el aserradero en la playa de Constitución y a los pies del cerro que le da nombre a su lugar de trabajo, podían ver las carpas de la multitud de veraneantes que pasaba la noche en espera del fin de la Noche Veneciana, la gran fiesta de cierre del verano que se desarrollaba en la isla Orrego, en el medio del río Maule.

La Noche Veneciana era el fin de un verano intenso. Desde enero, todos los días había una actividad. El 22 de enero había sido coronada como la reina del verano maulino Fernanda Becerra, de 20 años, una estudiante de Pedagogía en Inglés en la Universidad de Talca; un concierto de Los Jaivas denominado “Alturas del Mutrún” (un guiño a Alturas de Macchu Picchu, uno de los discos más importantes de la banda) junto a la Conchalí Big Band se llevó a cabo al día siguiente. Días después fue el turno del segundo festival de la voz de Constitución, entre el 28 y el 30, con la orquesta de Pancho Aranda, la animación de la modelo Carla Ochoa, la participación de Los Tres, Joe Vasconcelos y el grupo La Noche, y el humor de Bombo Fica, Dino Gordillo y los Indolatinos. El 30 y 31 de enero la playa Maguillines —un amplio espacio de arenas grises, ola recta y muelle— recibía el Open de Surf de Constitución. Febrero fue igual de intenso: el cantante Américo se presentó en el estadio el 8, y el 14 Constitución celebraba el día de los enamorados con María Jimena Pereira y Leandro Martínez en la Plaza de Armas.

El fin de semana del 20 y 21 los surfistas volvían a Maguillines para la última fecha del campeonato federado de surf: fue un día de sol, y dispersas sobre la arena, varias personas vieron a los deportistas ir y venir sobre la extensa ola doble. El campeón Leo Acevedo fue cubierto en champaña, y Jessica Anderson coronada como la mejor de la categoría femenina.

El 19 Constitución recibía la visita de Luis Jara, la sonora de Tommy Rey y el humor del grupo Manpoval. El 20 era el “día náutico”, con una competencia de kayak y canoas en el río, y para el 21 anunciaban una maratón. Para el 27 estaba previsto el broche de oro: el programa anunciaba un carnaval brasileño y fuegos artificiales desde la plaza y el río. Por eso la gente había ido a acampar a la isla.

Los trabajadores del aserradero sintieron la fresca temperatura de la noche de playa, y a lo lejos contemplaron la fiesta en la isla, pero tenían que regresar al calor del galpón cerrado.

A las 3:34 Gabriel Carrasco, clasificador de grado de madera, quien llevaba 19 años trabajando en ese aserradero, estaba en una mesa a tres metros de altura cuando comenzó el movimiento. Tuvo que afirmarse para no caer. Apenas logró salir vio cómo se tambaleaba todo. “Parecía como si fuera de plástico”, recuerda. Cuando terminó el movimiento, fue al sector designado para emergencias. Él había vivido problemas antes en el aserradero. Hacía cuatro o cinco años, recuerda, se produjo un gran incendio que obligó a reconstruir un galpón entero.

Unos meses antes del terremoto los trabajadores del aserradero Mutrún habían hecho tres ejercicios de simulacro de evacuación ante emergencias. Carrasco y Juan Pablo Torres, ayudante de aserradero que llevaba dos años en Mutrún, sabían que lo que debían hacer era buscar refugio en un lugar alto, por el riesgo de tsunami, y esa fue la orden que recibieron junto a sus compañeros. El cerro Mutrún está inmediatamente junto al aserradero, pero no así el camino de subida, de modo que iniciaron un ascenso por un precario y encumbrado sendero. Caminaban rápido, con temor, en medio de la oscuridad, entre un bosque que solo a ratos dejaba pasar la luz de la luna llena. Se iluminaban solo con las pantallas de los teléfonos celulares. Era primera vez que subían el cerro de esa manera, y las hojas de los pinos y eucaliptos transformaban su ruta en una pesadilla resbaladiza. Temían caer por las quebradas de esa cara del cerro. Mientras subían seguía temblando. Escuchaban caer los cocos de los eucaliptos y los piñones, y el movimiento de los árboles, que esta vez no era culpa del viento. “Nos aferrábamos de lo que podíamos”, recuerdan, “de las ramas, o poniendo las manos en el piso, o entre nosotros”. El grupo de trabajadores —cerca de 40 personas— subió unido, “nadie podía quedarse atrás”, y las órdenes que se escuchaban guiándolos eran las de Mauricio Opazo, el subjefe de turno.

Cuando al fin llegaron a la cima del Mutrún, comprobaron que el terremoto no logró derribar las antenas de telefonía celular, pero sí había derrumbado y decapitado la estatua de cinco metros de la Virgen María erigida ahí desde 1922. “Esa fue la primera gran impresión”, recuerda Carrasco. Vendrían más.

“Sentía la tierra caliente”, dice Torres. “Sentía como si una serpiente gigante se moviera dentro del cerro, como en la película”, agrega. Torres había visto Temblores bajo tierra (Tremors, con Kevin Bacon y Fred Ward), en la que unos reptiles gigantes subterráneos causan estragos en un aislado caserío en el desierto. De pronto la absurda ficción se sentía real, bajo sus propios pies, en su propia tierra.

Nada sobrevivió del aserradero Mutrún para refrendar, con imágenes, lo que sintieron sus trabajadores. Sin embargo, a pocos kilómetros de ahí, en la planta de remanufactura del complejo Viñales, en la parte alta de la ciudad, sí había una cámara de seguridad que, a pesar de lo fuerte del movimiento, siguió recibiendo la energía suficiente como para registrar lo que pasó a las 3:35 de la mañana.

La imagen es borrosa y tacaña en definición, como lo son las imágenes de seguridad. Dos operarios permanecen frente a lo que parece ser una huincha que lleva piezas de madera. El espectador nota que el movimiento ha comenzado porque la cámara se agita, pero los operarios se demoran un momento en darse cuenta de lo que está ocurriendo.

Luego miran hacia arriba. Retroceden hacia el pasillo. Las estructuras de fierro, los cables, los marcos, las inclasificables formas del mundo industrial se mueven y quedan en ángulos imposibles, una suerte de versión cubista de lo que apenas segundos antes era un ordenado proceso industrial. No hay sonido, pero no es difícil imaginárselo: fierros que rechinan, el ahogado idioma de una instalación que solo habla para cuando hay un terremoto. Aparecen dos trabajadores más. Los dos originales se abrazan. No, no es exactamente un abrazo: se toman del codo, como si cada uno quisiera evitar que el otro salga corriendo, o como si cada uno quisiera comprobar que hay un ser humano cerca. Luego la imagen se corta: coincide con la pérdida de electricidad de la planta. Luego la imagen regresa: los equipos de emergencia han funcionado, pero el suelo sigue moviéndose. Hay oscuridad en la planta, interrumpida solamente por un material blanco, virutas, que cae del techo, una improbable tormenta que parece nieve, pero no hay belleza ni romanticismo en esto: la cámara sigue donde mismo, los hombres siguen donde mismo. Si la imagen se detiene, se pueden apreciar sus figuras en el momento en que un chispazo lejano (¿un cortocircuito?) los ilumina: siguen donde mismo, y en el suelo yacen las piezas que hasta hacía diez segundos fabricaban en una noche que se suponía iba a ser tan normal como cientos y miles de turnos nocturnos anteriores. Luego aparecen unas linternas: los trabajadores salen del cuadro, la viruta sigue cayendo desde el cielo.

Hay más, otros pasillos del aserradero captados por las cámaras de seguridad: una caja llena de piezas de madera cae al suelo –afortunadamente no hay gente– y el contenido se esparce como si alguien enojado en un juego de dominó arrasara con las fichas. En otro lugar, en un primer plano, destacan dos líneas sobre las que vibran delgados perfiles de madera: aún la electricidad existe, y en el fondo, por un pasillo, se ve a unas figuras humanas correr. Hay momentos en que las cámaras de seguridad oscilan como si estuvieran registrando una implacable tormenta que azota un pequeño barco.»

 

Francisco Aravena y Alfredo Sepúlveda
Profesores de la Escuela de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado, autores de NUESTRO TERREMOTO. El camino de reconstrucción de una empresa y la comunidad después del 27⁄F. Reseña en Puroperiodismo.cl, revista digital de la Escuela de Periodismo.

 

INFORMACIÓN

Título: NUESTRO TERREMOTO. El camino de reconstrucción de una empresa y la comunidad después del 27⁄F
Autores: Alfredo Sepúlveda y Francisco Aravena
Fotografías: Álvaro de la Fuente
Editorial: EDICIONES B
Páginas: 224
Tema: No Ficción – Crónica
ISBN: 978-956-304-080-7

 

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