Fuente: El mostrador
Las primeras asonadas se hicieron sentir con los programas de género de las universidades chilenas. Siguió el escándalo de un par de tesis cuyas simpatías con la pederastia terminaron cercenando la carrera de las profesoras guía. Y el moralismo que se levantaba a toda prueba encontraba nuevos aires cuando se impugnaron las credenciales académicas de la profesora y doctora Elisa Loncon. Era estremecedor testimoniar la pasión con que se blandían las espadas de un reino trascendente de bondad y conocimiento.
La jauría premunida de sus mejores galas asolaba las tierras de la academia, reclamando un derecho divino. Divino, pues –como hemos visto– carecían de piso moral o académico: no trepidaron en cobrar los sueldos. Cobraron por no hacer lo que dijeron que había que ser. Y se pagaron los recursos de la gratuidad y del crédito sin aval del Estado que, por supuesto, no se puede por motivo alguno condonar. Pero vamos a lo nuestro, a nuestro mundo académico.
Quienes hemos transitado por las universidades y, particularmente, habiendo sido parte de los procesos de acreditación de la calidad de las instituciones y programas de las instituciones de educación superior, no podemos quedar indiferentes en este escenario. Hemos hecho la tarea con celo. De pronto, nombre figurado, por cierto, objetábamos al profesor de educación de interculturalidad de la Universidad de Rinconada por no tener los títulos o grados ni publicaciones indexadas para ejercer la docencia de postgrado.
En Becas Chile hemos castigado a la estudiante que viene de Rabones en el Maule porque, para estudiar en la universidad, tuvo que servir de mesonera y reponedora en supermercados y así sobrevivir en esta ciudad. Pero no asistió a congresos, no tuvo publicaciones, no fue ayudante de asignatura alguna, como sí lo fueron las y los jóvenes de la cota 1000. Ellos sí ameritan los puntajes para ingresar becados a las universidades norteamericanas y británicas, cuyos aranceles están en condiciones de costear, universidades a las que, de paso, transferimos graciosamente nuestros recursos públicos (y que pasaron susto cuando, en tiempo de la pandemia, era posible que no llegaran becarios chilenos).
Hemos sido celosos, hemos cumplido con la tarea y lo haremos así porque no entendemos otra forma de hacer sociedad, que no sea el trabajo laborioso en la academia. Pero nos engañaron. Valen los versos de Los Prisioneros: “Oías los consejos, los ojos en el profesor/ Había tanto sol sobre las cabezas/ Y no fue tan verdad, porque esos juegos, al final/ Terminaron para otros con laureles y futuros/ Y dejaron a mis amigos pateando piedras”.
La Universidad San Sebastián fue acreditada por cinco años en Gestión Institucional, Docencia de Pregrado y Vinculación con el Medio. ¡Ni modo! ¿Qué pasó? El referido profesor de interculturalidad sin grado académico le bajó el puntaje al programa en que servía, hasta pudimos no haberlo acreditado.
He servido en la CNA en diversas calidades a lo largo de veinte años. Creo que su contribución es innegable al mejoramiento de la calidad de la educación en Chile. Pero ¿qué pasó aquí? La carrera de Derecho de la Universidad San Sebastián fue acreditada por seis años hasta 2028, cargando consigo un lastre nuestra querida y ficticia Universidad de la Rinconada, a la que hemos mantenido vigilada durante todo este tiempo. La CNA ha sido especialmente rigurosa, y en buena hora, de los presupuestos y la sustentabilidad económica de las universidades. ¿Soportan ellas salarios de 17 millones por docente de jornada parcial?
De igual preocupación ha sido velar por la calidad académica de los planteles docentes. Es hora de que quienes allí sirven, los profesores Chadwick, Vivanco, Guerra, Matus y Ward, exhiban sus credenciales académicas, al modo en que lo exigieron a la doctora Loncon. Es hora de que muestren los programas de las asignaturas efectivamente realizadas, al modo como exigieron a las universidades públicas presentar sus estudios de género. Y que si un error de juicio de una profesora guía en la evaluación de tesis de grado terminó en el fin de su carrera, no podría esperarse sino que un pequeño descuido en la gestión de los recursos públicos terminase con la carrera política de sus responsables.
Ello es ensueño, se puede suprimir a la Universidad de la Rinconada sin problema alguno, se puede desvincular a un profesor de interculturalidad, pero, vamos, eso “no es para nosotros”. No obstante, es perentorio conocer los criterios que permiten acreditar a una carrera de pregrado cuyos docentes, en su conjunto, no parecieran alcanzar a equiparar la productividad académica de uno de esos profesores o profesoras de nuestra soñada Universidad de la Rinconada.
Más que blandir las armas de un moralismo trasnochado, es preciso, creo yo, revisar todo nuestro sistema de educación superior y especialmente los procesos que dicen relación con la transferencia de los fondos públicos.
Hasta la fecha, la jauría no se ha hecho presente. Los teléfonos no contestan y, con suerte, sale una grabación diciendo que “por el momento no podemos atenderle, insista más tarde”. La jauría ha perdido la voz. La verdad es que no. Volverán al ataque cuando las aguas estén quietas. Nos volverán a adoctrinar con su recetas morales e indicaciones académicas.
No son distintas de las jaurías de otras partes, de un señor De Santi, que exorcizó de las escuelas públicas de Florida El Principito, Madame Bovary y La casa de los espíritus, además de 1.597 otros títulos. Como él, volverán con sus arrebatos moralistas a señalar cuál es el camino correcto que hemos de seguir.
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