Fuente: Le Monde Diplomatique
La situación que enfrenta la sociedad chilena respecto a los efectos del neoliberalismo resulta profundamente paradójica y, al mismo tiempo, emblemática de un fenómeno global. Si bien, como país, nos encontramos atrapados en la promesa de progreso y bienestar que nos ha vendido el modelo neoliberal desde la dictadura, los resultados no son tan alentadores como se nos ha hecho creer. A pesar de la creciente satisfacción de algunos sectores con el sistema, las encuestas no mienten: la cantidad de personas que se ven afectadas por enfermedades como el estrés, la ansiedad y la depresión ha aumentado exponencialmente en el mismo período. Esta contradicción se presenta como un reflejo claro de los efectos perversos del modelo, que promete bienestar, pero, en la práctica, genera un malestar profundo y extendido en la población.
El análisis de esta paradoja se puede comprender a través de la obra de filósofos contemporáneos como Byung-Chul Han, quien describe de manera precisa las dinámicas del capitalismo neoliberal en nuestras sociedades actuales. Según Han, vivimos bajo la tiranía de lo que él denomina “sociedades del rendimiento” o “sociedades del cansancio”, en las que la promesa de éxito, eficiencia y autooptimización se presenta como el único camino hacia una vida plena. En la superficie, todos somos “gerentes de nosotros mismos”, nos proyectamos como individuos eficaces, productivos y exitosos. Sin embargo, lo que realmente ocurre a nivel interno es una desconexión profunda de nuestras emociones y nuestras necesidades esenciales, lo que nos lleva a vivir en un estado de agotamiento físico y psicológico sin un propósito claro que oriente nuestra existencia.
La metáfora de la “rueda de la ardilla”, aquella en la que giramos sin cesar sin avanzar, es una imagen poderosa que captura perfectamente la sensación de estar atrapados en un ciclo que no conduce a ningún lado. La velocidad de este ciclo nos impide verlo con claridad, y, por tanto, no somos conscientes de su existencia, pero está ahí, presente en cada uno de nosotros, en la forma en que vivimos y nos relacionamos con el mundo. La sociedad nos exige avanzar, competir, consumir, pero, al mismo tiempo, nos castiga por no encontrar el tiempo y el espacio para descansar, reflexionar y encontrar un sentido profundo a nuestras vidas.
En este contexto, resulta más urgente que nunca recuperar el tiempo, no solo en términos de productividad, sino para permitirnos hacer una pausa en la acelerada marcha que nos ha impuesto el sistema. Esa pausa no es un lujo, sino una necesidad vital. Necesitamos reencontrarnos con lo esencial de nuestra humanidad: el pensamiento reflexivo, la capacidad de cuestionarnos, de parar para pensar en el sentido de nuestra existencia. El problema no es que se nos exija productividad, sino que hemos olvidado que somos seres pensantes, que nuestra verdadera fuerza radica en nuestra capacidad de cuestionar, de imaginar, de crear y de explorar el mundo a través de las ideas, las artes, la literatura, las ciencias, las humanidades.
El error más grande que hemos cometido como sociedad es reducir nuestras capacidades humanas a simples herramientas, a funciones técnicas que deben ser desempeñadas de manera eficiente y veloz. Las máquinas, en su naturaleza, son creadas precisamente para optimizar y complementar nuestras capacidades técnicas. Desde la invención del telescopio, que superó la capacidad del ojo humano para ver el universo, hasta la creación de la escritura, que extendió nuestra memoria y capacidad de comunicación más allá de los límites de la mente humana, las tecnologías siempre han sido creadas para extender nuestras capacidades. Sin embargo, nuestra era parece haber olvidado este principio básico. Hemos llegado a la absurda conclusión de que debemos inclinarnos ante nuestras propias creaciones, perdiendo de vista el hecho de que somos los creadores y los que damos sentido a esas herramientas.
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