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Historia de árboles

Por Juan Carlos Skewes

“En la raíz de los incendios y daños ambientales hay un desencuentro brutal entre habitantes y territorio habitado”

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Por Juan Carlos Skewes

Director del Departamento de Antropología

Columna publicada en Cooperativa.cl el 02/enero/2011

 

Un gigantesco incendio forestal en las Torres del Paine vuelve a poner en entredicho la relación que nuestro país ha construido con la naturaleza de que es parte.

Las llamas que envuelven la estepa magallánica no son, ni con mucho, las únicas que hayan asolado a los bosques del sur de Chile y, probablemente, no sean las últimas.

El llamar a lo sucedido un desastre ambiental puede inducir a equívocos: desastre sin duda que es. Ambiental, ¿qué duda cabe? Pero el equívoco tiene otro origen: el de considerar que lo que ocurre a la naturaleza es en cierto modo inevitable.

A lo sumo se sancionará a la persona responsable con alguna pena remitida, se dictará un par de normas inútiles, se dispondrá de nuevo personal y, con el fin del fuego, la materia lo será del olvido.

Hay en la base de estas catástrofes, desencuentros de los que los propios árboles nos hablan.

No en vano hay quienes ven en ellos palos, metros ruma, dólares. En cualquier lugar del país los árboles y arbustos pueden ser, en realidad, considerados como sobrevivientes de la ignorancia y de las catástrofes sociales que ocurren en su derredor.

La principal fogata que les ha llevado a la extinción o cuasi extinción ha sido la voracidad humana ejercida a través del fuego directo, de la motosierra, del pastoreo de animales, del uso de leña o del subsidio forestal. El tamarugo, el quillay, el toromiro, el alerce, la araucaria chilena, el mañío son candidatos a ser piezas de museo más que del paisaje chileno.

En la raíz de los incendios y daños ambientales hay un desencuentro brutal entre habitantes y territorio habitado.

Ha primado en nosotros una curiosa voluntad de no querer ser lo que somos, de sustituir lo que tenemos por otras cosas. Hace algunos años, un periódico titulaba una de sus entrevistas señalando: “El rey es el plátano oriental y el mejor árbol para Santiago”. Los quillayes, maitenes y el olivillo quedaban excluidos, también el peumo porque “tiene un aspecto de arbusto”. Las especies nativas, por cualquiera fuera el motivo, no se consideraban en el paisajismo propugnado por el entrevistado.

El desencuentro reconoce no sólo el desprecio estético por las especies nativas sino también limitaciones lingüísticas para denominarlas, entenderlas y clasificarlas.

La dificultad de pronunciar ñirre, por ejemplo, una voz del mapudungun, no sólo habla de la odiosa relación que los chilenos tenemos con las especies nativas sino que, también, con la fonética mapuche (sabemos como pesan fonemas como el ch o el tr en las escalas de prestigio lingüístico de nuestro país), y con la histórica negación que hemos hecho de nuestra condición mestiza. Los árboles nos hablan de ello.

En las lengas y ñirres los europeos vieron sus hayas (fagus) y, para clasificarlos, su ingenio fue limitado y no pasó más allá de entender lo visto como una negación de lo que ya conocían: Nothofaguspumilio y Nothofagus antárctica, fue como respectivamente clasificaron a estos árboles.

La imaginación popular recrea los equívocos de conquistadores, colonos y otros visitantes al territorio nacional. Madres y padres proclaman criar a sus hijos “derechito” para que crezcan como los árboles, con el único inconveniente que los árboles nuestros, al modo de los arrayanes, por ejemplo, suelen hacer lo contrario.

Pero, claro, la obsesión forestal prusiana había logrado, hacia fines del siglo XVII, identificar, domesticar y plantar lo que llamaron un normalbaum, esto es, alguna especie que pudiera conformarse a los imperativos de una ciencia forestal y de un Estado que expande su control sobre un territorio cuyo “desorden” le resulta problemático.

El pino fue una de tales especies y, en efecto, se hacía crecer derechito, amén de impedir – muchas veces con la asistencia técnica de expertos en pesticidas – que otros árboles y arbustos pudieran florecer junto a él.

En la medida en que el bosque se hacía maderable y controlable desaparecían de el, leñadores, conejos, liebres, pájaros, helechos, lianas y todo lo demás que constituye un bosque. No es de extrañar, en consecuencia, que nuestras hijas e hijos entendieran como bosque lo que en realidad era una plantación.

El bosque templado apareció ante los conquistadores españoles y los colonos alemanes y chilenos como un masa vegetal desordenada, a ratos intransitable: una naturaleza que, al igual que en Prusia y Sajonia, había que controlar.

Las ilusiones y conquistas europeas se incorporan en un folclore que consagra al pino como el árbol navideño e instala un manzano en el Jardín del Edén, aun cuando las manzanas crecieran en Kazakhstan, a varios miles de kilómetros de distancia de donde se pensaba que podría haber estado el paraíso.

El árbol es el modelo aristócrata para dar cuenta del pretendido noble e incluso divino origen de las familias de buena posición: los árboles genealógicos sirven al efecto y tal vez ello sea inspiración para que las clases chilenas emergentes, asociadas al furor del carbón y del salitre, importen ochenta mil árboles o más hacia fines del siglo XIX, buscando legitimarse como un nuevo jugador en la arena del poder.

La araucaria brasileña (angustiforme), las acacias, las palmeras y otras especies exóticas sirven de heraldo a los ricos de reciente cuño. El Parque Cousiño (hoy O’Higgins) es el testimonio de un Santiago poniente, ordenado de acuerdo a los cánones franceses de la época.

En el siglo XX proliferan en la ciudad los plátanos orientales, provocando la movilización en su contra de quienes padecen alergias que asocian a la especie.

Los árboles no son indiferentes a la salud pública ni a la vida política de la nación. “Se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”. La fuerza poética del mensaje política y humanamente heroico del Presidente Allende conserva algo del androcentrismo propio de la época y del eurocentrismo que ha servido al país de modelo.

No son algarrobos, bellotos o palmas chilenas sino árboles típicos españoles los que se usaron como ornamentación de las casas patronales. De los Tres Álamos ni hablar.

La furia antimarxista llevo al alcalde designado de Corral a eliminar los notros que embellecían la plaza de la pequeña ciudad puerto. No era admisible que árboles de flores rojas intensas se levantaran frente al edificio edilicio en momentos en que una longitud de onda de 700 nanómetros (unidad de medición del color rojo) era considerada peligrosa.

El retorno a la democracia en Chile se deja encantar con las palmeras. Las phoenixcanariensis que antaño se emplearan para señalar los cuatro puntos cardinales de la casa del patrón, obsesionan a un mandatario y se multiplican por todas partes, especialmente en el Aeropuerto Internacional de Pudahuel donde el visitante puede evocar tierras tropicales más próximas a Hawaii o a Miami que al valle del Mapocho, donde están emplazadas. El noventa por ciento de las especies allí existentes son alóctonas.

No es extraño que no sepamos pronunciar la palabra ñirre y que los digüeñes, nalcas, y piñones parezcan provenir de las profundidades de un sur desconocido, de las curiosidades de la gastronomía indígena o de libros tomados de bibliotecas ya desaparecidas.

Nuestra dislalia – al menos en lo que al mapudungun concierne – es el síntoma de desencuentro con el paisaje de que somos parte. Fruto de tal desencuentro, poco y nada importa lo que escapa al dogma estético que torna al jardín inglés en signo inequívoco del buen gusto aristocrático. Aquellas vastas franjas del territorio sólo importan si es que pueden alimentar la voracidad xenofílica de las elites centralinas.

Los árboles – y, sobre todo, los despojos de los bosques chilenos – cuentan una historia que no quiere ser oída, una historia a la que se resisten quienes prefieren entender la naturaleza como un almacén al que se puede recurrir toda vez que la tecnología, el mercado y, sobre todo, el Estado lo permitan (y, en ocasiones, incluso cuando la autoridad lo prohíbe).

Incendios, catástrofes ambientales y árboles muertos habrá mientras persista la ignorancia que, imbuida del poder que le confiere la ceguera pública, se vuelve arrogante frente a humedales, cursos de agua, arenales, bosques y estepas.

Entretanto, estaremos atentos a los resultados del próximo Rally Dakar en su paso por el desierto de Atacama.


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