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Columna de opinión de Cristián Leyton en La Tercera

En esta reflexión, el académico colaborador de nuestro Departamento analiza el accionar de Estados Unidos frente a la situación actual de Venezuela

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“The era of the Monroe Doctrine is over”.  Con esta simple frase, John Kerry, el ex Secretario de Estado de los EE.UU. puso fin, hace algunos años atrás la vigencia de la Doctrina Monroe en América. Al menos desde un punto de vista oficial.

Llama la atención que este gesto haya pasado, en su momento, completamente inadvertido. Hoy vuelve al tapete de la historia.

La doctrina en cuestión, si bien fue elaborada por John Quincy Adams, será atribuida a James Monroe por allá el año 1823. La llamada Doctrina Monroe establecerá que cualquier intervención de las potencias europeas en América sería percibida como un acto de agresión que requeriría la intervención inmediata, militar y política, de los Estados Unidos. El concepto de “intervención” si bien apuntaba, prioritariamente, a una agresión de una potencia extraregional, ésta se proyectaba, además, hacia cualquier intento por rivalizar con la política de potencia estadounidense en la región, ya sea esta política, económica y sobre todo militar.

Menos de un siglo después, en 1904, el entonces presidente Theodore Roosevelt emitirá una versión aggiornada de la doctrina, el llamado Corolario de 1904 (o Corolario Roosevelt). Esta nueva versión establecerá que, si un gobierno americano amenazaba o ponía en riesgo los derechos o propiedades de ciudadanos o empresas estadounidenses emplazadas en la región, la Casa Blanca se encontraría en la obligación de intervenir manu militari, si necesario, en los asuntos internos del país, restableciendo los derechos y el patrimonio de su ciudadanía y sus empresas “americanas”. El tiempo transcurrió y la doctrina se materializó de manera permanente, traduciéndose en una política de intervención sistemática ya no sólo hacia Estados extraregionales que buscasen asentar sus intereses en la zona, sino que además en contra de cualquier gobierno que pudiese poner en jaque los intereses nacionales estadounidenses.

La II Guerra Mundial, y más precisamente, la Guerra Fría darán un nuevo empuje y aire a esta “doctrina”, siendo el TIAR o Tratado de Asistencia Recíproca la expresión material de un cuerpo de ideas que  buscaban, a final de cuentas, garantizar el dominio político y militar de Washington en todo el hemisferio, sirviéndose de la amenaza ideológica que representaba el Kremlin.

El anuncio del fin de esta doctrina no tenía nada de sorpresivo en su momento. A decir verdad, diversas señales indicaban, desde hace ya más de una década, que Washington no deseaba convertirse en el Gendarme del Mundo, incluido el resto del hemisferio. Desde el fin de la Guerra fría, la potencia del norte rehuía constantemente esa tarea. La fatiga estratégica que significó asumir la responsabilidad global de mantener “a raya” a la conservadora Rusia soviética por más de cinco décadas le pasaba la cuenta.

Si bien los EE.UU lograron el cometido, “venciendo” ideológicamente a Moscú, según su propia visión del término de la Guerra fría, la tarea de hacer frente a este “Nuevo Orden Mundial” era uno, cuya naturaleza, era completamente diferente. En ausencia de un “enemigo física e ideológicamente identificable”, la Casa Blanca observó el surgimiento de un “orden” sumido en el más completo “desorden”. Los EE.UU. demostraron poder lidiar con la anarquía del sistema internacional no así con un caos.

La difusión de las amenazas y su fragmentación en fuentes convencionales, pero sobre todo no tradicionales, arriesgaba con poner en jaque no sólo el estatus político mundial obtenido luego del fin de la Guerra fría sino que además la capacidad de los Estados Unidos para gestionar un ambiente internacional relativamente estable. Bill Clinton, en su momento, plenamente consciente de ello avanzó la idea de establecer “zonas de influencia benignas” o  en otras palabras: acordar cuotas de poder y de proyección a determinados  “países amigos”: ¿El objetivo? Simple. Que éstos administren sus respectivos espacios de acción política, económica y militar, permitiéndole a los EE.UU. concentrarse en aquellas zonas de importancia vital para sus intereses globales.

La respuesta a esta nueva visión clintoniana será nefasta. Jamás funcionó.

Pocos o ningún país asumirán dichas nuevas “responsabilidades”, generándose en cuestión de años amplios espacios vacíos de poder los que fueron llenados por fuerzas subnacionales (Al Qaeda, por ejemplo) o países con intereses completamente divergentes a los EE.UU. El poder de influencia de Washington tenderá a contraerse. Replegarse. Problemáticas internas, muchas de ellas estructurales, dictaron la necesidad de “ordenar primero la casa”. Paralelamente, mientras el interés de las potencias aliadas en absorber mayores cuotas de responsabilidad en la seguridad internacional será limitado, la globalización creará las condiciones óptimas para que amenazas no tradicionales se impongan. Hoy observamos el renacer de las amenazas o riesgos estatales: Rusia, China, conflicto latente entre India y Paquistán, fricciones Venezuela-Colombia, Medio Oriente, etc.

A la luz de lo anterior, queda claro que el fin de la Doctrina Monroe constituyó en un momento histórico reciente un paso en el proceso de disangagement de Washington de una parte de los asuntos globales, de aquellos no vitales. Todo indicaba que se apostaba, al menos en esta parte del hemisferio,  por una lógica, de contracción y de contención de las nuevas amenazas, centrándose, esencialmente, en aquellas de naturaleza no convencionales.

Hoy todo parece estar cambiando. Los Estados Unidos detuvieron su lógica de disangagement, observándose una tímida, pero resuelta tendencia a hacer renacer de la Doctrina Monroe. Venezuela podría representar este retorno. A tomar palco y ser testigos de un nuevo capítulo de la historia sudamericana.   

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