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COLUMNA | “Nombre y apellido” por Juan Carlos Skewes

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Fuente: El Mostrador

 

Hay un par de preguntas que me han acompañado casi de por vida. “¿Cómo prefiere que lo llamemos”. Esta es la primera y para ella tengo una respuesta simple: “Como sea su cariño”. No me molesta que allende los Andes me llamen Juan. Me parece que es un  nombre razonable como lo es el de José: ambos son bíblicos de un tiempo en que no había periodismo investigativo, de modo que podemos suponer cierta respetabilidad en ellos. Carlos o Antonio son apéndices quizás no tan venerables. En cierto modo entrañan las ambiciones de padres que soñaron con tener de hijos a reyes y emperadores. Pero el repertorio de mis apelativos se extiende bastante más allá: Carlos, Juanito, el Esqüis, Profe, Johnny. El Jota y Juanqui “la llevan”: es como me llaman mi pareja, mis hijas y mi hijo, mientras durante toda la vida fui “El Chico” –no en vano era el menor en el hogar materno–. En fin.

Me maravilla que pueda ser así porque a través de los nombres se construyen relaciones, se arman amores y desamores. La Tencha, Evita, El Choche, el Chicho o el Che entrañan simpatías mucho más profundas que Hortensia, Eva, Jorge, Salvador o Ernesto. Cada relación es única y merece esa singularidad. Lo peor que pudo haber pasado a los nombres es el haber sido atrapados por las actas bautismales, primero, y por el Registro Civil, después. La fibra que mejor habla de las personas y de sus relaciones es aquella que se trenza a través de los nombres ganados más que de aquellos heredados.

La segunda pregunta a la que me he habituado es: “¿Cómo se pronuncia su apellido?”. Aquí la respuesta es: “Como mejor le acomode”. Desde Esqiubidubidu hasta El Kiwi, mi apellido pasa por múltiples transformaciones. No hay una pronunciación correcta. No podría haberla. Entre los seres humanos las palabras se pronuncian y, luego, se entienden. Es lo que importa, ¿o no? No es el tipo de apellido del que la gente se ría mucho. Más bien hay un cierto respeto hacia este morfema de aspecto europeo. Mr. Skewes no sonaría tan raro como Mr. Iglesias. Sin embargo, ¡vaya que me resultaría incómodo que así me llamarán! No puedo olvidar a Mister Jara, cuento de Gonzalo Drago, que nos pone de frente a una de las más profundas heridas de nuestra sociedad. Mister Jara, recordarán, era el capataz que se sentía gringo, a diferencia de los obreros, a quienes sometía sin conmiseración. En Míster Jara –como en El Padre, de Olegario Lazo Baeza– se encarna la versión local de La Malinche, especialmente en quienes “se hinchan con gran esmero sirviendo la codicia del extranjero”.

“¡Mañungo, Mañungo!”, saludó a su hijo, oficial del Ejército, el padre campesino que le viene a ver al cuartel, trayendo una canasta de viandas: “El oficial lo saludó fríamente”, sigue el relato de Lazo: “Al campesino se le cayeron los brazos … El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído: –¡Que ocurrencia la suya!… ¡Venir a verme!… Tengo servicio… No puedo salir”.

Me cuesta explicar a mis interlocutores que mis abuelos llegaron escapando de la miseria en el momento en que se acaba el negocio en sus pagos. Y migran, a estas tierras, a hacerse la América, como tantos otros europeos, sin saber que algunos de sus descendientes se esmerarían en estigmatizar a los que llegaron después en busca de pan y techo. Por el lado materno me enfatizaron por mucho tiempo que, aunque la pronunciación de mi segundo apellido terminaba en “ch”, se escribía con “ce y un acento” (no se usaba la palabra tilde en ese entonces). El antisemitismo, junto con el desprecio hacia lo indígena, corría por las tramas de la genealogía familiar. De pronto se me reconoció como descendiente de croata, pero no podía sentir simpatía alguna con una horda nacionalista cuyo ascenso al poder dejó tras de sí un reguero de sangre. Más afinidad siento hacia Yugoeslavia en tanto idea de país que a cualquier proyecto fundado en una trasnochada idea racista o nacionalista.

Tuve un padrastro a quien debo un tremendo cariño. Podría haberme cambiado el apellido. No se me ocurrió. Podría haberme llamado Juan Carlos Fenner, pero lo alemán –o más bien el estereotipo de lo alemán– no resultaba especialmente atractivo para mí: esta imagen entre bávara y tirolesa combinada con un matiz hitleriano producían, claro está, un distanciamiento frente a esa posibilidad. No era de extrañar que mientras a mi querido padrastro se le fruncía el seño, a mí se me alegrara el corazón cuando en plena Alameda un transeúnte, pegado a su radio a transistor, anunciara el gol con que Inglaterra venciera a Alemania, adjudicándose la Copa Jules Rimet en 1966. No está de más decir que ese gol, el tercero, solo es comparable al de Maradona frente a la misma Inglaterra años después: deben ser considerados como los más “truchos” en la historia del fútbol. Después aprendería que Alemania era algo más que el costumbrismo bávaro y su gastronomía (incluyendo la cerveza). Pero a los doce años la filosofía, el arte y el cine cuentan poco.

No cambié ni de nombre ni de apellido pero ha habido tantas formas de enunciarlos o pronunciarlos que, cada una de ellas, deja grabada en mi memoria el recuerdo de mi interlocutora o interlocutor. No me fue necesario esgrimir nombres o apellidos para fin otro que no fuera el estrictamente administrativo. No fue necesario pasar de Iglesias, a Schindler o Weber y, después a Leal, según fueren las circunstancias. Los nombres nacían de las relaciones y no al revés. Imagino que Juan Carlos surgió de alguna negociación familiar (y el resultado no fue el más afortunado), pero no reclamé, como tampoco rectifiqué a quien me haya llamado Juan.

De todos los nombres que he recibido, el de don Carlitos es el que tal vez mejor refleje lo complejo de vivir en una sociedad que, aparte de ser clasista, es arribista. Ese nombre en particular lo obtuve mientras viví en un campamento en Pudahuel. El “don” tenía algo del respeto que se brinda a las clases acomodadas. El Carlitos, en cambio, hacía posible vivir la diferencia a través del afecto, del cariño. La vida transformó ese apelativo en don Bota, que es como ni nieta me llama (dada la dificultad que, en portugués, plantea la pronunciación de la jota). Don Carlitos y don Bota son puro amor y, como Violeta Parra nos lo recuerda, “El amor con sus esmeros/ Al viejo lo vuelve niño/ Y al malo solo el cariño/ Lo vuelve puro y sincero”.

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