Entre las muchas aristas que permiten analizar el estallido social de estos días se encuentra el papel que han jugado las nuevas tecnologías de la comunicación y la información, rol que al parecer el Ejecutivo ha desatendido significativamente. La relación entre ejercicio del poder y las tecnologías puede ser leído al menos en dos direcciones. Por una parte, respecto de los registros que va dejando la propia acción del poder político, en este caso, el gobierno de Sebastián Piñera frente a la crisis. Por otra, en relación con cómo ese ejercicio político gubernamental es observado, registrado y replicado por la propia ciudadanía.
Respecto de lo primero, parece olvidar el Ejecutivo que en estas horas todos sus movimientos, declaraciones, acciones y omisiones están siendo registradas por diferentes medios, retransmitidas y propagadas (oral, visual, auditivamente) en cosas segundos a millones de personas, tanto en Chile como en el extranjero.
Como acertadamente señala el teórico francés Michel Foucault en El orden del discurso, “en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”. En esta línea, criminalizar la protesta social -evasiones en el metro, inicialmente- y reducir todo a mero vandalismo y delincuencia, con posterioridad, fue la estrategia discursiva de La Moneda en los primeros días. El correlato visual fueron los tanques y camiones con militares circulando por las calles. El correlato material, en tanto, los decretos de estado de excepción y toque de queda, que nos retrotrajeron inevitable y tristemente a los oscuros años de la dictadura.
El epítome de todo ello fue la estruendosa declaración “estamos en una guerra”, pronunciada por un desencajado Sebastián Piñera, arropado por el ministro de Defensa y el militar encargado de la Defensa Nacional. Como sintiéndose depositario de una verdad irrefutable, a la vez que patriarca responsable de la protección de su tribu, el Presidente transmitió este mensaje olvidando que -siguiendo a Foucault- “siempre puede decirse la verdad en el espacio de una exterioridad salvaje; pero no se está en la verdad más que obedeciendo a las reglas de una «policía» discursiva que se debe reactivar en cada uno de sus discursos”. Qué vendría después de tamaña declaración, era entonces la pregunta que quedaba flotando en el aire.
En cuanto a la segunda dimensión anunciada, hemos sido testigos de cómo la ciudadanía ha observado, registrado y replicado, por medio de sus propios sistemas de comunicación (principalmente teléfonos móviles y cámaras), los movimientos, declaraciones, acciones y omisiones de las autoridades gubernamentales, por una parte, como también sus propias acciones en respuesta a aquello. Tras las imágenes de la semana previa con estudiantes evadiendo masivamente el pago del pasaje de metro en distintas estaciones, el día viernes pasado comienzan a masificarse los videos del colapso de Santiago tras el cierre del servicio, las miles de personas caminando horas para regresar a sus casas y el comienzo del estallido. Esa noche, la fotografía del presidente cenando tranquilamente en una pizzería de Vitacura acaba con la paciencia de la población, despertando una indignación pocas veces vista.
Asimismo, como contrapartida a los militares y policías armados de los días posteriores, las imágenes han registrado y mostrado a una ciudadanía que se manifiesta pacíficamente premunida de cacerolas y cucharas de palo a lo largo del país. Se replica también exponencialmente el video donde una incómoda ministra de Educación guarda silencio (omite) ante la pregunta sobre cómo explicar a un niño de cuarto básico que estaríamos en guerra, a decir del presidente. Se suceden y diseminan igualmente las fotos, grabaciones y audios que muestran la violencia policial y militar contra la población desarmada.
Junto con ello, frente a los medios de comunicación que -salvo contadas excepciones- dieron tribuna al discurso simplista de los desmanes y actos de vandalismo, la ciudadanía fue replicando cientos de imágenes, videos y audios que mostraban también la otra cara de esta crisis: una población hastiada de las injusticias y desigualdades estructurales de esta sociedad neoliberalizada hasta los huesos. Facebook, Instagram y WhatsApp, entre otros, reproducían velozmente aquello que la prensa no mostraba pero que era ya evidente.
Algo que parece haber olvidado por completo el gobierno es que desde hace exactamente treinta años -coincidentemente (¿o no?) con los mismos treinta años de injusticias que se denuncian- existe Internet. Y tras su surgimiento, nada ha seguido siendo lo mismo; la vida entera ha sufrido modificaciones, por ejemplo, en las posibilidades de amplificación de los mensajes, textuales o estéticos, que en cosa de segundos pueden llegar a millones de personas en cualquier parte del mundo. Visto así -y volviendo a Foucault- esto puede ser leído en clave de panóptico. El ya clásico invento de Jeremy Bentham, que popularizaran algunos escritos foucaultianos, parece estar siendo en estas horas un actor decisivo. En efecto, ya no es posible seguir leyéndolo en clave de control hacia la población por medio de cámaras de seguridad instaladas en numerosos y diversos puntos de las ciudades, sino que también en términos de control hacia las autoridades y, en estas horas, especialmente hacia el actuar de las fuerzas militares y policiales. En estos momentos, el panóptico está siendo también la propia ciudadanía movilizada y premunida de teléfonos móviles que, en cosa de segundos, replican imágenes, audios y videos que hablan -muchas veces- por sí solos.
Sin un liderazgo único ni menos claro de esta explosión, las redes sociales están funcionado como cabeza invisible. Así ha pasado con los llamados a cacerolazos, a marchas y a otras formas de manifestación se diseminan en segundos y que dan resultado, a juzgar por su alto poder de convocatoria. Lo que en dictadura era fruto del boca a boca, de los panfletos, boletines u otros medios impresos en artesanales mimeógrafos operados manualmente, es ahora reproducido de forma veloz a través del espacio virtual.
Frente a la cadena de errores e impericias comunicacionales y políticas que ha exhibido este gobierno en sus horas más complejas, bien le vendría poner más atención a lo que comunica, lo que calla, lo que muestra y lo que se escapa como exabrupto; este último, ejemplificado en el mensaje de WhatsApp de Cecilia Morel, filtrado a la prensa y reconocido como genuino por palacio.
Si lo que se quiso fue establecer discursiva y audiovisualmente una guerra frente a ‘delincuentes’ y ‘vándalos’, esto tampoco representaba una posibilidad sostenible en el tiempo. Y la prueba de ello es el giro comunicacional del presidente en el quinto día de conflicto, haciendo un mea culpa frente a la sordera/ceguera ante a las demandas de la ciudadanía. El problema es que sus declaraciones llegan discursiva y políticamente tarde, cuando es evidente que el guion de la guerra y el enemigo interno fracasó, aunque esto no se reconozca explícitamente. Llegan, también simbólica y materialmente a destiempo, porque a estas alturas la población no se contentará con medidas que siguen sin trastocar la infraestructura institucional que ha permitido la supervivencia de un modelo responsable de las obscenas cotas de desigualdad y acumulación de riqueza que exhibe Chile actualmente.
Hay un aserto popular que bien puede ser aplicado a este caso: “lo dicho, dicho está”, frente al cual Foucault nos recordará que “es necesario concebir el discurso como una violencia que se ejerce sobre las cosas”, nada más alejado de unas palabras dichas al pasar producto del calor del momento. Tal vez el mejor resumen de lo violenta y desafortunada de la afirmación presidencial es la palabra impotente del padre de José Miguel Uribe Antipani, el joven asesinado a quemarropa durante el toque de queda en Curicó: “porque a alguien se le ocurrió decir que estábamos en guerra, los militares pensaron que había que balear a nuestros niños (…) él asesinó porque se sintió con el poder, y el poder se lo dio otro, y ese debería pagar”.