El español es una lengua hermosa. Se deja acariciar y permite desplazarse en las sinuosidades de los senderos, en las penumbras de los atardeceres y en los claros de un bosque. Y, escrita o hablada, es una lengua que acaricia. Pero no es lengua que perdone. El maltrato que de ella se hace se torna en maltrato a las personas, a las cosas y a los seres vivos. La palabra mal dicha puede ser un agravio, y, una vez dicha, no se puede desdecir. El español permite construir un mundo, o destruirlo.
El mundo se descubre a través de las palabras lo mismo que el propio mundo crea o invita a crear palabras. Hay palabras que producen cosas y cosas que producen palabras. Y hay palabras que expresan intenciones e intenciones que se expresan en palabras. La desafortunada indicación a la Ley de Pesca fue una mala palabra o, si se prefiere, una palabra que obró contra su propio propósito. La indicación decía que “el Estado establecerá los mecanismos necesarios para garantizar el correcto manejo de los recursos hidrobiológicos sintientes en la pesca industrial”.
Resulta difícil para la comunidad descifrar un mensaje de cuya buena intención no puede dudarse. Pero… el español, enmarañado con la jerga científica o el ideologismo, no suena bien ni representa adecuadamente lo que se quiere decir. En efecto, afirmar que los recursos hidrobiológicos son sintientes es incurrir en una contradicción no menor. Lo que llamamos recurso es un concepto que da cuenta de lo que para ciertos grupos humanos constituye algo necesario. En rigor, los seres vivos, los minerales y demás materiales de que está hecho el planeta no son recursos, se les convierte en tales. De no ser así, ¿a quien en su sano juicio podría caber la idea de afiliar la pesca a un Ministerio de Economía y no a uno del Medio Ambiente o de Agricultura?
La indicación, sujeta ahora a modificación, se presta a la burla e ironía pero, en el peor de los casos, reafirma el equívoco por el que ha transitado buena parte de la humanidad: el presumir ser el centro del mundo. La vida humana, como toda otra forma viviente, se debe a una miríada de procesos que la hacen posible. La disposición de un organismo, con la excepción de nuestra especie, es la de cuidar que las bases de su reproducción no se pongan en riesgo. Los pájaros pueden competir unos con otros, pero nunca dejaran sin lugar para que uno de su especie pueda alimentarse; una lucha feroz entre dos primates termina con gestos de reconciliación, y los renos abandonan los pastizales cuando sus fecas los han vuelto insalubres. Bajo la égida del mercado muchas de esas acciones serían irracionales: ¿por qué dejar de pescar si hay peces? Cada segundo que dejamos de pescar perdemos centenas de divisas.
La centralidad humana despierta simpatías y antipatías en similares proporciones. No obstante, profundizan ellas la grieta que artificiosamente separa a las personas de los demás seres y cosas del mundo, a la vez que reafirman el modo mercantil de relacionarse con el mundo. Los animales de producción, como suele denominárseles, se transforman en productos envasados. Su destino, forjado por la tecnología, no es otro que el de engordar en el menor tiempo posible y transformarse en carne para llegar al mercado sin huella de sangre. Los de casa se vuelven humanos, son parte de la familia, van al doctor y se miniaturizan. Minúsculos, unos, mayúsculos, los otros, trocados en carne o en juguete, según sea el caso, simultáneamente ratifican la superioridad humana y engrosan las ganancias de la empresa.
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