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Opinión | Política, masas y música: la intuitiva lección de Jorge González

Fuente: El Dínamo Tal vez es la historia de excepción que todo sistema necesita para legitimarse, o quizás son fallas de la matriz, o en su defecto, a lo mejor no hay ningún sistema lo suficientemente coherente y racional como para tomar decisiones selectivas. Como sea, ese joven con todas sus contradicciones y limitantes utilizó […]

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Fuente: El Dínamo

Tal vez es la historia de excepción que todo sistema necesita para legitimarse, o quizás son fallas de la matriz, o en su defecto, a lo mejor no hay ningún sistema lo suficientemente coherente y racional como para tomar decisiones selectivas. Como sea, ese joven con todas sus contradicciones y limitantes utilizó su tribuna para impugnar, incomodar e interpelar siendo un ícono de la cultura de masas. Seguro fue mucho más que lo que imaginó, y mucho más de lo que otros, con más tribuna y recursos, han hecho.

A lo largo de la historia moderna, uno de los grandes desafíos de la política en general y de las izquierdas en particular, ha sido cómo conectar con las “masas”. La pregunta clásica para comunistas, socialistas y anarquistas durante el siglo XIX e inicios del XX era entender por qué no todos/as los obreros adherían a proyectos que en el papel invitaban a una emancipación que pondría fin a sus yugos. Por el contrario, con angustia veían que los explotados apoyaban alternativas orientadas a conservar o profundizar la opresión ¿Cómo entender que alguien luche contra sus intereses?

Más tarde la pregunta pudo expandirse no solo a clases sociales, sino también para cualquier situación contradictoria entre los intereses que “debería” tener un individuo y el proyecto al que efectivamente adhiere: un migrante que apoya a grupos políticos antiinmigración; una mujer dañada por el patriarcado, pero que rechaza al feminismo; el predominio electoral de una derecha latifundista y colona en territorio mapuche; un padre que reivindica el derecho a pagar la educación de sus hijos; ex futbolistas brasileños como Ronaldinho Gaucho, Rivaldo o Cafú que -siendo afrodescendientes- apoyaron a un Bolsonaro que declaraba “mis hijos nunca serán gays, ni tendrán novias negras. Los he educado muy bien”.

Por cierto, la discusión teórica es inmensa e imposible de abordar acá. En su versión sofisticada, remite a subjetivación, dominación, alienación, en su versión superficial y peyorativa -pero comunicacionalmente efectiva- hace referencia a adjetivaciones como “facho pobre” o “desclasado”. En todas sus versiones ha sido acusada de iluminista y vanguardista.

Si bien conectar con un sentido popular es un objetivo de muchos: desde un producto de mercado, un programa de televisión hasta un movimiento político; es para los proyectos de transformación y emancipación que esto tiene una prioridad única. Siempre es más difícil transformar que conservar. Mientras los primeros requieren que se conjugue una muy excepcional combinación entre decepción y rabia contra lo existente (crisis e impugnación), acompañado de una esperanza y respaldo mayoritario a una alternativa específica (proyecto emancipatorio). Para los segundos, los sectores conservadores, la tarea es más sencilla: aun cuando no lo prefieran, pueden prescindir del apoyo popular. Un orden se puede mantener en situaciones de crisis prolongadas mientras no se constituya una alternativa coherente, articulada y con el poder suficiente para sustituirlo. Y como las izquierdas suelen carecer de la mayoría de las fuentes de poder (dinero, medios, ejércitos, intelectuales, alianzas internacionales, etc.), su fuente casi exclusiva está en la movilización activa de la población. Transformar entonces la realidad es ser capaz de conectar con un sentido y deseo –o cocrearlo si se prefiere–, que debe combinar dos elementos: denunciar que las cosas no están bien e invitar a cambiarlas de un determinado modo, compitiendo al mismo tiempo con otras “alternativas” que se expanden en crisis, como el fascismo.

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