El país que habito
Juan Carlos Skewes / Director Departamento de Antropología / Universidad Alberto Hurtado / Columna publicada en El Dinamo /
Cada lamento en la habitación de una mujer, cada sueño calcinado por la pasta base, o cada profesional dependiente de almacén, testimonia un país pensado desde otra parte.
El país que habito es una costra complicada que acarreo en el día a día. Apenas alcanzo a darme cuenta de como el tricolor patrio impregna mi piel, mi habla y mis maneras. Voy por el mundo tranquilo y dispongo de todas las credenciales que me permiten transitar por él. Afortunado hijo de una clase medida profesional, las puertas se me abren sin que las golpee. La mayor parte de las veces el carnet de identidad se hace innecesario y gozo del respeto que me prodigan mis semejantes.
Llevo un apellido cuya sonoridad europea lo hace sugestivo y que me ha valido, en más de una ocasión, no ser infraccionado por algún descuido en la conducción automotriz. Podría pensar, como algunos de mis compañeros de infancia, que vivo en un país democrático, en un país donde “no hay tanta discriminación”. Podría no sólo ser feliz en la ignorancia que confiere el poder sino que, además, ejercitarlo sobre mis semejantes, a quienes ingenuamente pienso similares a mí.
Pero el país dista de ser lo que podríamos haber visto en nuestra adolescencia, desde un colegio particular en La Reina. Y si bien se puede gobernar desde la precordillera santiaguina, el así hacerlo arriesga contracturas. El rumor de las periferias – que lo son de toda índole – se traduce en revueltas. A veces en lo cotidiano, en la intimidad de los barrios y de las poblaciones, a veces en lo público, en movilizaciones populares, marchas y quebrantos del orden que indignan con su insolencia a quienes los vemos por televisión.
Empero, cada crujido – el de una región abandonada a poco de ser creada, el de un pueblo cuyas tierras engrosan el patrimonio de algunos que allí no nacieron, el de una comunidad a la que se arrebata su costa para beneficio de una gran empresa – es síntoma de un ejercicio de mal gobierno. Cada lamento en la habitación de una mujer, cada sueño calcinado por la pasta base, o cada profesional dependiente de almacén, testimonia un país pensado desde otra parte.
La pregunta es permanente y su urgencia crónica: ¿cuándo Chile podrá llamarse Chile? ¿Cuándo nuestra condición mestiza podrá ser vivida a plenitud? ¿Cuándo podremos gozar de nuestra cultura y no padecer con ella? ¿Cuándo dejaremos de avergonzarnos del ch nuestro de cada día?
El desprecio hacia el pueblo atraviesa el corazón y el cerebro de una parte importante de la clase que ha gobernado siempre y, si no es atravesada, por el prejuicio vive en la ignorancia o el paternalismo. “Yo trato re bien a mi nana”, se suele decir, aunque ella no comparta ni la mesa, ni el baño ni los cubiertos de la casa, amén de considerársela mi. No en vano, el país está hecho de patrones que prefieren llamar de tú a sus subalternos y exigir ser llamados de usted (¿o no, don Carlitos?, como muchas veces me lo recuerdan algunas y algunos interlocutores).
La solución pasa por el camino difícil: abandonar privilegios y superar el terror a encontrarse de verdad con el otro. El de hacerse parte de un mismo sueño, el de deshacer la dura costra que nos separa hasta dejar que las pieles y los alientos entren en contacto.
Pero este tránsito exige lo contrario de lo que nuestras políticas y gobernantes promueven: ¿cómo rozarse unos con otros cuando el valor inmobiliario de cada metro cuadrado marca un abismo entre las personas? ¿Cómo encontrarse cuándo el ingreso económico determina si hijas e hijos irán a una escuela en La Pintana o a un colegio en La Dehesa y, de ahí, a un puesto en la feria o a la gerencia de un banco?
De algo, sin embargo, debemos hacernos cargo: nuestra costra, nuestros privilegios se granjean a costa de dolores ajenos. Cada vez que desde el auto se alcanza a ver la aglomeración de peatones aguardando la micro o, por la televisión, el incendio de un campamento, no debiera caber duda que mi sillón preferido o el auto que conduzco algo tienen que ver con el sufrimiento de muchos. Quisiera pensar, por el contrario, que mis esfuerzos me han traído a esta situación de privilegio pero ¿podría de verdad creerlo? ¿Podría un corredor saberse vencedor de una carrera si partió antes que sus competidores? ¿Podría pensar uno que de haber nacido en Rahue Alto las puertas se le hubieran abierto de la forma como se abrieron?
En el país que habito no se habla de discriminación positiva y yo tengo la sospecha que no se habla de ello porque quienes somos sus beneficiarios – por clase, por educación, por género, por familia y hasta por el color del pelo o la piel – no quisiéramos arriesgar las recompensas que esa discriminación nos trae. Preferimos, en cambio, discriminar a otros y otras y asegurarnos las prerrogativas: acurrucarnos en esta costra supone ventajas incalculables como las de no hacer colas en hospitales y postas, las de ser tratado de don y de no haber sido jamás sospechoso de delito alguno, o de transitar por autopistas y desplazarnos en aviones y hasta en helicópteros. Creo que es hora, en este sentido, no sólo de hablar sino también de discriminar positivamente a quienes cuyos padecimientos, consciente o inconscientemente, voluntariamente o no, han permitido a otros protagonizar la historia de este país que acarreo como una complicada costra.