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El sistema electoral de Estados Unidos, el cerco a su propia democracia

Fuente: CIPER El pasado 5 de noviembre se celebraron las elecciones generales en Estados Unidos, que incluyeron, entre otros órganos, el Poder Legislativo en ambas cámaras y la presidencia de la República. Si bien, el mundo suele estar pendiente de este proceso electoral, y las autoridades de Estados Unidos, en tanto autoridades del país hegemónico […]

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Fuente: CIPER

El pasado 5 de noviembre se celebraron las elecciones generales en Estados Unidos, que incluyeron, entre otros órganos, el Poder Legislativo en ambas cámaras y la presidencia de la República. Si bien, el mundo suele estar pendiente de este proceso electoral, y las autoridades de Estados Unidos, en tanto autoridades del país hegemónico del orbe en el último siglo, operan con un poder efectivo que va mucho más allá de sus propias fronteras, hay aspectos esenciales del proceso electoral norteamericano que accionan como límites concretos a la democracia, la soberanía popular y el voto como elemento igualador de la ciudadanía, y que son poco señalados en las discusiones y coberturas mediáticas, que, al contrario, en muchos casos plantean a Estados Unidos como una democracia ejemplar en el mundo occidental.

En primer lugar, y tal vez lo más reconocido socialmente, es que a diferencia de la gran mayoría de las democracias occidentales, por ejemplo las de América Latina, la elección del presidente de la República en Estados Unidos no se hace por voto popular, más bien, se trata de un voto indirecto. Cada sufragante marca preferencia en su papeleta por una fórmula presidencial (Presidente y Vicepresidente), que en realidad suma al conteo del Estado en particular de cada sufragante (Por ejemplo, California, Michigan o Utah). De acuerdo al resultado de la elección en cada Estado, se designan los representantes de cada uno de ellos para el denominado Colegio Electoral, quienes son burócratas no electos encargados de decidir finalmente al Presidente de la República, y que han sido asignados previamente por su propio partido a cumplir este rol en caso de que su fórmula presidencial gane en su estado en cuestión.

Este Colegio Electoral se compone por 538 electores provenientes de los distintos Estados. Sin embargo, cada Estado aporta un número diferente de electores, lo cual se define de acuerdo al número de representantes en el Congreso. Es decir, el número de electores de cada Estado es igual a la suma de sus senadores y sus miembros en la Cámara de Representantes (la cámara baja de Estados Unidos). Al total nacional hay que sumar tres electores de Washington D.C. Por eso, para ser electo como presidente, cualquier candidato necesita 270 votos del Colegio Electoral, la mitad más uno de los 538 electores.

Se ha señalado que este sistema, el cual viene desde los primero procesos electorales de Estados Unidos, persigue un punto intermedio entre el voto popular y la democracia indirecta, que permite mantener los equilibrios y balances entre los distintos estados y sectores, y que busca evitar la dictadura de las mayorías y un excesivo poder de los partidos (Redondo, 2016; Maidana, 2022). Sin embargo, la realidad, es que con este sistema hay sectores y Estados del país que están sobrerrepresentados electoralmente, por lo tanto, el voto de aquellos sectores y Estados vale más y tiene más poder, que el voto de los otros estados y sectores. Tanto así que, es posible bajo este sistema, que un candidato que sacó menos votos en el total nacional que su contrincante, sea escogido por el Colegio de Electores como Presidente de la República. El voto popular no se condice necesariamente con la composición y el voto final del Colegio de Electores. Es por eso que, solo mirando el siglo XXI, dos presidentes de los Estados Unidos obtuvieron en realidad menos votos que sus rivales, George W. Bush en el año 2000 y Donald Trump en el año 2016, ambos del Partido Republicano. Asimismo, en este mismo siglo, sólo dos veces un presidente republicano ha ganado tanto en el colegio de electores como en votación popular, una de ellas es la elección de este 2024.

Esta situación es posible por varias razones, basta con mirar la composición y distribución del Senado. Cada uno de los estados de la federación tiene la misma cantidad de senadores, esto es, dos, pese a que sus diferencias demográficas son brutales. En concreto, y como ejemplo, California tiene más de 40 millones de habitantes, mientras que un Estado como Wyoming tiene menos de 600 mil. Asimismo, Alaska, Dakota del Norte y Dakota del Sur, tienen todos menos de un millón de habitantes, y sin embargo tienen la misma cantidad de senadores que California, o que estados como Texas con sus más de 30 millones de habitantes, o New York con sus casi 20 millones. Dicho de otro modo, un voto para senador de un habitante de Wyoming vale unas 68 veces más que un voto de un habitante de California, o 34 veces más que el de un habitante de New York.

Esta situación tiene repercusiones en términos raciales y de clase, pues, los Estados con menos habitantes tienden a ser estados con tradición agrícola, con una enorme mayoría de población blanca y predominantemente con valores conservadores y que votan al Partido Republicano, versus los Estados más poblados, con un mayor e histórico desarrollo urbano e industrial, con una tradición mucho más fuerte del movimiento obrero y sindical, y donde se concentra la población afrodescendiente y los latinoamericanos migrantes.

Con este nivel de desigualdad se compone el Senado, un organismo que, entre otras cosas, define leyes, aprueba o rechaza ministros, aprueba o rechaza el presupuesto de la nación, aprueba o rechaza enmiendas o reformas constitucionales, tiene facultades incluso para declarar guerras, sus miembros votan en caso de destitución presidencial, y de paso espeja su número por Estado para una parte de los miembros del Colegio Electoral que designa al presidente de la República.

La Cámara de Representantes sí tiene una composición proporcional a la cantidad de habitantes por Estado. Sin embargo, de acuerdo al profesor emérito de la Johns Hopkins University, Vicenç Navarro, en los estados urbanos y con tradición industrial, muchos barrios predominantemente de población negra y sectores de blancos de clase trabajadora que votan al Partido Demócrata, son divididos en pequeñas fracciones y distribuidos en distritos donde se vota predominantemente al Partido Republicano, perdiendo peso y efecto en la votación final.

Otro cerco a alguna profundización democrática en el sistema electoral estadounidense, es que se trata de un sistema bipartidista que excluye y evita el surgimiento de una tercera fuerza. Esta situación se manifiesta en los mecanismos de elección presidencial. En primer lugar, como ya se ha señalado, cada estado tiene asignado un número determinado de representantes en el Colegio de Electores, marco en el cual, el ganador de la elección presidencial se lleva todos los electores. Esto quiere decir que, por ejemplo, si en un estado determinado el candidato A obtuvo el 52% de la votación, y el candidato B obtuvo un 48%, el candidato A se lleva a todos los electores y el candidato B, pese a sacar una buena votación, se queda sin electores. En el sistema bipartidista de Estados Unidos, el candidato B con seguridad va a ganar algún otro estado, sin embargo, una tercera fuerza minoritaria que se levante, que logre una gran votación, pero que no logre ganar al menos un Estado, simplemente desaparece del mapa de las elecciones. Asimismo en el Poder Legislativo, como señala Navarro, el sistema electoral no es proporcional, el porcentaje de parlamentarios que tienen los partidos en las cámaras no es el mismo que el porcentaje de votos que recibió el partido, lo que permitiría establecer bloques parlamentarios, o que una tercera fuerza ingresara al parlamento. En los hechos, cualquier alternativa al bipartidismo, debe, contradictoriamente, expresarse al interior de alguno de los dos partidos para poder optar a algún cargo de representación, corriendo el importante riesgo de quedar subsumidos en las lógicas bipartidistas.

En síntesis, mientras por una parte se señala que se trata de un sistema que protege a las minorías de ser avasalladas por las mayorías, y que privilegia la estabilidad y los balances, es posible señalar que se trata de un sistema que establece marcados límites a la soberanía popular y a la profundización democrática, que se manifiesta excluyente, que en los hechos provoca un sesgo de raza y de clase, y que los cerrojos y enclaves impuestos por los viejos grupos oligárquicos de un país predominantemente agrícola en el siglo XIX mantienen sus efectos hasta el siglo XXI.

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