Walter A. Imilan / Académico Departamento de Antropología / Universidad Alberto Hurtado / Columna publicada en Cooperativa /
¿Ha sido la reconstrucción una oportunidad para mejorar las condiciones de vida anteriores al 27F?
Esta fue la pregunta que convocó hace ya un año a más de 120 dirigentes sociales de la zona afectada por el 27F junto a académicos y miembros de la sociedad civil en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile.
Unánimente la respuesta fue negativa, es decir, en aquella ocasión ningún actor de las comunidades afectadas visualizaba una mejor vida como producto de la reconstrucción.
Después de la emergencia vino la reconstrucción. Oficialmente la reconstrucción tiene un plan gubernamental publicado por el Minvu en agosto del 2010: “Chile Unido Reconstruye Mejor.” A dos años de la catástrofe es posible plantearse nuevamente la pregunta por la oportunidad, si bien los efectos de un evento de las magnitudes que vivió el país requiere de un plazo mayor para una evaluación acabada.
¿La reconstrucción como oportunidad? En efecto, no tendría nada de extraño. En un territorio que ha sido afectado desde tiempos ancestrales por terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas, en otros momentos de la historia los procesos de reconstrucción han significado cambiar la perspectiva de vida de la población afectada, generar nuevas oportunidades de desarrollo y mejorar la calidad de vida de la población.
El proceso pos terremoto de Chillán de 1939 se erige probablemente como el más emblemático en este sentido. Dos instituciones fundadas el mismo año 39 serán fundamentales en transformar la región y el país: CORFO y la Corporación de Reconstrucción y Auxilio.
Esta última orientada a desplegar socorro en la emergencia y formular e implementar planes de reconstrucción que, hasta su fusión en la Corvi en 1953, actúo en más de 14 eventos en diferentes provincias del país.
Se puede decir que eran otros tiempos, sí, efectivamente era otro Estado, que pese a toda su precariedad y deficiencias intentaba asumir la idea del bien común.
¿Qué es lo que quedará después de este proceso de reconstrucción? La recuperación de las viviendas destruidas, con suerte. Es altamente probable que para la población y territorios afectados no mucho más.
Tempranamente se perdió una disputa conceptual pos catástrofe. El proceso se ha focalizado excesivamente en el problema de la vivienda, si bien fundamental por su carácter apremiante para los damnificados, ha invisibilizado otras dimensiones.
En consecuencia, la cuenta pública sobre los avances de la reconstrucción se basa en el número de subsidios asignados, en ejecución y obras terminadas. Sin entrar en el debate respecto a la relación entre los reportes gubernamentales y la realidad, el tema de fondo es la escasa profundidad con la que se ha abordado el proceso completo.
La vivienda es una dimensión fundamental, pero el interés de Estado debiera apuntar también en la reconstrucción de los proyectos de vida de los ciudadanos afectados a través del fortalecimiento del “capital territorial”, que comprende las capacidades de trabajo e innovación de los actores de un territorio (tal como sugiere la OCDE).
Hay que reconocer que el territorio afectado es muy diverso, la reconstrucción desde un principio era una empresa titánica, por ello mismo reviste de una complejidad mayor a la pura estadística plana de los subsidios.
Los conflictos y necesidades de las localidades son muy diferentes entre sí, los niveles de vulnerabilidad social diversos (hablemos de catástrofes socio-naturales), el capital social y humano también se encuentran desigualmente distribuido.
Es la dimensión de desarrollo la que se ha abandonado, realmente nadie habla de cómo impulsar las localidades afectadas, como generar oportunidades de innovación más allá de eventos veraniegos para atraer turismo o la reposición (a crédito) de motores fuera de borda para pescadores.
Reconstruir los proyectos de vida de los habitantes requiere abordar temas de calidad del trabajo, balances medioambientales, pensar en la competitividad regional, entre otras.
En términos estadísticos luego de la emergencia se “recuperaron” las escuelas, centros médicos y la conectividad, es decir, los caminos están transitables y los escolares no perdieron el año. No obstante, la inversión cuantiosa en toda esta recuperación ¿es suficientemente sostenible como para pensar en un mejor futuro en las áreas afectadas?
Es posible que varios miles de allegados damnificados puedan acceder a una vivienda, pero realmente no habrá mucho más en cuanto a disminuir las desigualdades locales o de género, por ejemplo.
Entonces, ¿la dimensión territorial ha sido completamente inadvertida por el gobierno? La verdad es que no.
En el plan gubernamental se distinguen tres escalas de trabajo, a saber; la construcción y reparación de viviendas, la gestión y apoyo en aldeas, y la escala de ciudad y territorio.
Si bien las dos primeras estarán por estos días en el centro del debate (a partir fundamentalmente del ítem subsidios), es justamente en la escala de ciudad y territorio donde se debieran focalizar las apuestas de desarrollo, el espacio de mayor complejidad, el de la participación de actores diversos, el de la innovación y competitividad.
Pero ella, es claramente la dimensión más débil, tanto que sus avances y debates son desconocidos por la opinión pública y, en muchos casos, por los mismos habitantes del territorio siniestrado.
Poca gente sabe que se han formulado cien planes maestros que abarcan casi la totalidad de las localidades afectadas. Su objetivo era reformular los planos reguladores en caso que ellos existieran, potenciar la identidad local y elaborar una “imagen urbana reconocible”.
Aún son escasas las obras en construcción contempladas por estos planes. Sin embargo, es difícil potenciar las identidades locales cuando los planes fueron elaborados por consultoras que escasamente involucraron a la población.
Los ejecutores, mandatados en la mayoría de los casos por grandes empresas privadas inmobiliarias, mineras o de explotación forestal, solicitaron a la población la priorización de una serie de proyectos concebidos – desde Santiago – por renombradas oficinas de arquitectos.
Los planes maestros son el instrumento de política pública que surge del plan de reconstrucción, no obstante, hasta ahora nadie sabe si los proyectos expuestos en espectaculares presentaciones animadas saltarán alguna vez desde la pantalla del computador a la calle.
La elaboración de los planes maestros deja en evidencia el escaso interés y/o capacidad (a esta altura ambas se confunden) para potenciar los recursos del territorio, por el contrario, en ellos ha primado una perspectiva tradicional y conservadora, centralista y vertical, concebidos entre “expertos” preocupados – como muestran algunos indicios – más de su posicionamiento internacional que de desplegar la discusión sobre la política pública y su relación con el territorio y sus habitantes.
Por ello no es de extrañar que a principios de enero de este año un grupo importante de vecinos de Constitución realizaran una toma del Serviu para protestar por la “lenta reconstrucción”, justamente una ciudad que posee uno de los planes maestro más promocionado en cuanto espacio participativo y de proyección. Ciertamente, sus beneficiarios poco conocimiento y comprensión tienen de él.
Más aún, en muchos lugares se cierne la sospecha que los planes maestros tienen una clara orientación para favorecer el lucro privado con las, no del todo desatadas pero ya proyectadas, oportunidades de especulación inmobiliaria en ciudades como Talca y Dichato.
Nunca antes en la historia el país había contado con tantos recursos: financieros, materiales y humanos. Ninguno de ellos han sido hasta ahora realmente usados para impulsar oportunidades, innovación y desarrollo en los territorios afectados. La gente lo percibe, y por ello este 27 de febrero se realizarán protestas en casi todas las localidades afectadas.
La farra ha sido grande. Las regiones seguirán excluidas de la oportunidad de disminuir la brecha con Santiago (si el epicentro hubiera sido en la capital estaríamos hablando de otra reconstrucción).
Ninguna institución nueva habrá surgido, excluyendo la anunciada restructuración de la Onemi cuya función es la gestión de emergencias y no de reconstrucciones.
Más aún, el Estado chileno seguirá operando, por un lado, con una organización obsoleta en que prima la lógica de los ministerios sectoriales, cuando cada vez más la evidencia muestra que los problemas se gobiernan mejor desde la integralidad.
Por otro lado, el Estado mantendrá su creciente y ya desmedida confianza en la empresa privada para resolver problemas de política pública, abandonándose a sí mismo hasta su presunta desaparición.
La reconstrucción ha sido demasiada farra para el país completo. Siendo justo, la farra no es sólo responsabilidad del actual gobierno, la otra mitad del sistema político tampoco ha reaccionado, y en buena parte, lo que tenemos hoy es el producto de los últimos treinta años.
Así, sometido a un sistema político sin ideas y sin sueños la catástrofe ha puesto en evidencia nuevamente la urgencia de implementar reformas que aborden la desigualdad en sus múltiples dimensiones, una demanda claramente expresada por los estudiantes durante el año pasado.
La reconstrucción va lenta, quizás aún tenemos tiempo para discutir y plantear preguntas y buscar caminos que transformen en el mediano plazo esta catástrofe en una oportunidad. Esto supondrá sin duda, repensar los roles del Estado, los privados y la ciudadanía, para lo que nunca será tarde.
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