Habitar la verticalidad –vivir en torres de más de 30 pisos y mil departamentos- se perfila como una de las expresiones morfológicas más patentes donde se plasma la ciudad neoliberal contemporánea, un modelo considerado exitoso, la fórmula probada a replicar. Sin embargo, el dulzor del éxito financiero inmobiliario ha dejado de lado la perspectiva del habitar humano.
La actual crisis sanitaria interpela a este modelo de vivienda en altura desde una dimensión íntima: su espacio interior, cuestiona los supuestos exitosos de un espacio funcional, estandarizado, bien localizado en términos de dinámicas metropolitanas (centros de empleo, comercios y servicios), pero de un estándar mínimo en términos de espacio, que no contempla situaciones ni contextos, y que se basa en un modo de vida sin lugar para la convivencia entre sus integrantes, para almacenar, para celebrar, en definitiva: para estar. Una “máquina para habitar” que se ha tejido bajo un modelo habitacional, que da cuenta de una profunda desconexión entre la forma de la vivienda y la forma de habitar.
Estos supuestos –tejidos al alero de un discurso inmobiliario exitoso en términos de sus dinámicas con el exterior– hoy están siendo puestos a prueba ante un requerimiento de confinamiento simultáneo de todos sus integrantes, la casa considerada bajo este modelo estandarizado como un lugar de transición, dormitorio, recupera bajo esta crisis sanitaria su lugar de espacio vital, de resguardo frente a la pandemia.
El discurso de la desigualdad, bajo este nuevo contexto cambia de escala (complementando las diversas expresiones de la escala barrial, comunal y metropolitana), y se materializa en los escasos metros cuadrados per cápita disponibles para el necesario confinamiento, interpelando no sólo las características físicas de estas mega estructuras residenciales, sino que también la precaria forma de habitar y la jibarización de la vida familiar que se ha cimentado, propagándose paradójicamente a ritmo creciente como una pandemia, pero visible a los ojos de todos.
Este escenario actual nos remite a la reflexión del filósofo e historiador austriaco Iván Illich (1983), el cual en el momento en que los grandes bloques de viviendas en altura y densidad, eran criticados y demolidos en Europa y Estados Unidos, alude a «La reivindicación de la casa», denunciando la vivienda construida en grandes cantidades, a bajo costo y de acuerdo con un estándar, “considerado el ideal para todos”, como una reducción de la vivienda a una condición de garaje, de reclusión de las personas en jaulas de cemento, quienes adquieren el estatus de alojados más que de habitantes.
Resulta paradójico no sólo la recursividad del discurso casi cuarenta años después en otras latitudes y contextos, sino que también la réplica de errores en el diseño de espacios residenciales y con ello en la definición de modos de vida.
La estrechez y precarización del espacio doméstico se configuran hoy como el reverso de un modelo habitacional considerado exitoso. Lo interesante o esperanzador al respecto es que el actual escenario sanitario podría ser una oportunidad para reordenar prioridades – y si soñamos un poco más, para cambiar paradigmas– propiciando una discusión en el ámbito urbano que vuelva a situarse en la micro escala residencial (lo doméstico) como el complemento esencial para comprender los impactos que las mega estructuras residenciales están teniendo en la forma que habitamos nuestras ciudades.
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