Defendemos un trabajo social crítico que se haga cargo de su papel político en el presente y con proyección de futuro, situado desde un proyecto ético-político que considere las memorias y la historia del gremio, propositivo y comprometido con las personas y con su derecho a un buen vivir.
En estos días, de cara al plebiscito del próximo 25 de octubre y en el contexto de la Franja televisiva del Rechazo a una nueva Constitución, llama profundamente la atención la aparición de Daniel Rosas, quien se autodenomina como trabajador social y como vecino del sector Pablo de Rokha de la comuna de La Pintana. Él señala que las personas en su comuna “tienen necesidades distintas, que no son las que en este momento se están discutiendo”; que “el Estado ha estado bien ausente”; que no es “ni de izquierda ni de derecha”, aunque aparece en el espacio destinado a la Unión Demócrata Independiente (UDI).
Entre las dudas que ha despertado su testimonio, la primera es acerca de si posee o no la titulación que lo acreditaría como profesional del Trabajo Social, o sólo se trata de una autodenominación en razón del compromiso social al que refiere en el video. La segunda inquietud nos lleva al fondo de sus palabras, aunque está unido al punto anterior, pues de ser efectivo que se trata de un trabajador social profesional, resulta altamente contradictoria la posición que expresa frente a la discusión sobre una nueva Constitución para Chile. Nos parece necesario, entonces, compartir algunas reflexiones al respecto, las que van dirigidas sobre todo a los trabajadores y trabajadoras sociales en ejercicio, como también a las nuevas generaciones en formación. Desde ambos colectivos, a través de distintos espacios gremiales y académicos, se ha expresado no sólo la extrañeza sino también el desacuerdo con lo que Rosas plantea.
Ahora bien, todo ejercicio de posicionamiento político desde lo profesional requiere de una mirada genealógica que lo sustente y dote de sentido. Así, cabe consignar que la primera Escuela de Servicio Social se fundó en Chile en 1925, bajo la dependencia estatal de la Junta de Beneficencia de Santiago. Esta escuela fue no sólo pionera en el país, sino también a nivel latinoamericano, marcando así el rumbo para el posterior nacimiento de escuelas similares en distintos países de la región. El surgimiento de esta primera escuela reflejó una decidida intención de profesionalización de la filantropía tradicional, para dar paso a un quehacer científico, sistemático y planificado. A la base se ubicaba un espíritu modernizador que comenzó a ser demandado a la acción estatal en aquella época, cuestión que no obstante siguió siendo conciliada con el paternalismo imperante, que continuaba visualizando a los sectores populares como pasivos y dependientes. En sus orígenes, la profesión encarnó la dialéctica entre modernización y contención de las demandas populares, cuestión que marcará uno de los sellos de identidad hasta nuestros días; a saber, la exigencia de enfrentar permanentemente numerosas tensiones éticas, políticas, teóricas y metodológicas en su desarrollo y práctica cotidiana.
Con posterioridad, y en consonancia con los agitados años 60 e inicios de los 70, el Trabajo Social latinoamericano inicia un periodo de profunda revisión y crítica respecto de lo que fueron sus primeras décadas de existencia: el denominado “proceso de reconceptualización”. En ese ambiente, y en concordancia con el resto de las disciplinas de las Ciencias Sociales, se sumó al continuo de cambios y transformaciones que vivía el país y el mundo. En las universidades, por ejemplo, esto fue visible a través de nuevas mallas curriculares centradas en una formación íntimamente vinculada al contexto social y político de la época, con énfasis en las experiencias de práctica vinculadas al mundo del trabajo y de las condiciones de explotación de las clases trabajadoras. Todo esto se vio reforzado con el inicio del gobierno de la Unidad Popular, en 1970, con Salvador Allende a la cabeza, hito del cual se están cumpliendo 50 años.
Como consecuencia de lo anterior, el golpe de Estado y la instauración de la dictadura cívico-militar generó una fuerte represión hacia los trabajadores/as sociales en ejercicio –quienes en su mayoría se desempeñaban al alero del Estado– y a los jóvenes que cursaban la carrera. La censura se impuso en muchas universidades, también de otras carreras afines. Se limitaron y ‘despolitizaron’ contenidos, se expulsó a profesores y estudiantes de oposición, en algunos casos se cerraron escuelas, y hubo compañeros que fueron detenidos, torturados, ejecutados y hechos desaparecer hasta el día de hoy. Pese a esto, numerosos trabajadores/as sociales se organizaron para defender los derechos humanos y para luchar por la recuperación de la democracia.
Así, es posible ubicar hoy al Trabajo Social como una disciplina inspirada en un conjunto de valores y principios como la justicia social, la igualdad y el compromiso con la promoción de la dignidad humana. Desde esta identidad profesional, anclada en una historia y memoria como la reseñada, resulta contradictorio defender un trabajo social sostenedor y reproductor de inequidades y exclusiones estructurales nacidas de la institucionalidad económica, social, política y cultural propia de un orden neoliberal, cuya consagración se encuentra en la Constitución de 1980.
Dicha carta fundamental, pese a algunas reformas, carece no sólo de garantías básicas como pisos mínimos de exigibilidad en materia de derechos humanos, sino que además se constituye desde una ilegitimidad absoluta, por cuanto fue impuesta a sangre y fuego en el contexto de un régimen autoritario. De esta manera, para que los vecinos/as de Daniel Rosas alcancen una solución definitiva en relación al acceso a una vivienda adecuada o al trabajo, por ejemplo, se requiere precisamente de una nueva Constitución que pueda asegurar estos y otros derechos como tales, y no como bienes supeditados al intercambio mercantil del cual las personas solo pueden participar en la medida de su capacidad de pago, como ocurre hasta ahora. Se necesita una nueva Constitución capaz de trascender a la mera garantía de libertad para elegir, pues dicha libertad es vacía y carece de sentido cuando cada uno debe salvarse por sus propios medios. Lo ocurrido a raíz de la pandemia es quizás el mejor ejemplo de lo señalado. Se precisa una nueva Constitución que consagre un Estado social fuerte, capaz de hacer frente justamente a esa ausencia estatal que él mismo denuncia.
Los derechos humanos exigibles y justiciables, en forma y fondo, y que se juegan a lo largo de todo este proceso constituyente, nos interpelan a reflexionar sobre qué proyecto de sociedad queremos construir, y sobre cómo podemos aportar a él desde nuestra profesión. En este sentido, la acción de un trabajador/a social no puede plantearse como neutra o ‘apolítica’ frente a la necesidad de igualdad, no discriminación y prevalencia de la dignidad humana. No puede caer en el cortoplacismo de buscar soluciones puntuales a problemáticas sociales, desligadas de la infraestructura institucional que las genera. El telos de nuestra profesión se dirige hacia un horizonte de transformación que es incompatible con la mantención del status quo actual, que con todas sus reglas del juego está diseñado para favorecer la mantención y acumulación de privilegios, no para garantizar derechos: está configurado para sostener precarios subsidios, bonos o cajas de alimentos que atropellan toda dignidad humana.
Defendemos un trabajo social crítico que se haga cargo de su papel político en el presente y con proyección de futuro, situado desde un proyecto ético-político que considere las memorias y la historia del gremio, propositivo y comprometido con las personas y con su derecho a un buen vivir.
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