“Los individuos no cuentan, pero son contados”
(Tzvetan Todorov)
Primero fuimos estadística, un número, una fracción: el porcentaje de un entero al que no se tenía derecho en razón de un nombre, una historia o la identidad. Hechos cifra, en la actual contingencia global se nos ha naturalizado como la tasa de mortalidad que sigue a la de contagio, esa cantidad de muertes que arrojada a la fosa común del dato ya no emerge como dolor o compasión, acaso como el testimonio del éxito o fracaso de una determinada gestión en materia de salud. En ningún caso como la o el vecino que ya no volveremos a ver en la calle, aquel hombre o mujer que alguna vez alimentó un álbum familiar.
Arrancados de ese lugar y solo expresión de un indetenible avance, ahora también se nos hace tweet, el impersonal mensaje que en la asepsia de sus 280 caracteres no solo permite informar del deceso de alguno o alguna de nosotros/as, como ha hecho el titular de salud y su cartera en estos días, sino del desplazamiento de los márgenes con que se puede comunicar o hacer noticia algo tan sensible. Parapetados detrás, el impacto que una a una causan las palabras de tal comunicación es equivalente al racimo expansivo de una bomba, un efecto que así como no permite ver la indolencia de su no involucramiento, tampoco deja ver que el blanco del delantal que se viste no es más que un color. Puro color.
Ratio o menos al interior de un argumento, tal corrimiento incluso adquiere la forma de una competencia, una carrera por la información en que ésta cada vez importa menos. Y como con la escasez, dicha economía de la palabra se levanta sobre quien está al frente, ahora debajo, convirtiéndose en una suerte de telegrama: un viejo invento en que lo único nuevo era la mala nueva que traía. “Tenemos que lamentar el primer fallecido en Chile por COVID19”, una primera línea que escondida detrás de su ya no metafórica mascarilla hasta semeja una capucha: aquel pasamontañas que no hace mucho era la condensación del mal, un engendro que apenas alcanza a entenderse como comunicado oficial. “Mujer de 83 años, postrada, en la que se optó por un manejo compasivo”.
Compasión, sin embargo, que no se ve; manejo que no se informa; y una historia que se desconoce y hasta disputa entre autoridades, sin autoridad. Pugna, en suma, que no hace justicia al dolor que dice transmitir y, todavía menos, da cara a la magnitud de lo que podría significar puertas adentro del luto que ahí se inicia. Mientras, a ese primer fallecimiento le sigue otro, y su adición con un tercero y luego un cuarto, un quinto y así en más, deja de ser novedad y ese dolor, más comunicado que sentido, muta y se naturaliza en informe diario. Solo rutina y punto de prensa, que otro día sean cuatro, cinco, y hasta nueve, o que su suma llegue a 57 en el país o a 91.644 en el mundo entero (según actualización al 9 de abril), apenas roza la tragedia que es. Una inmensidad que un número, por grande que éste sea, no puede siquiera contener.
Sin esa densidad, y sin derecho a ceremonia fúnebre, la ausencia de cierre ritual que sigue amenaza como una segunda muerte, esta vez la de una comunidad que no puede renovarse en su propia compañía. Un estado de conmoción, si se quiere, que a duras penas podría derivar en consuelo, en paz o entendimiento. Trizada esa posibilidad, y obstaculizado el tránsito literal y figurado hacia esa última morada, el mensaje que se mezquina por quien ha de proteger la vida, nuestra ya alicaída autoridad, actúa como pura presentación: el ritualismo de un Estado que administra la estadística de muerte, un tipo de gestión que no ayuda a que nos podamos encontrar y reconocer en el dolor.
Diaria performance epidemiológica, “sobrevivir al coronavirus en un mundo sin conciencia nacional –como ha escrito un analista español por estos días–, o en un mercado sin ética social, no es vencer la pandemia. Es convertirse en la pandemia”. Y eso, como también ha escrito una vieja poeta nuestra, es como izar la bandera y saber que “hay muchos vidrios rotos” en ella: “trizados como la línea de una mano abierta”, partida “en banderitas para los niños”. O herida, volviendo al inicio de estas palabras, sin esa parte de nosotros que hemos ido dejando en el camino. Convertida en la fracción o el decimal de un entero, precisamente como nos muestra y no nos muestra esa estadística.
Leonardo Piña Cabrera
Académico Departamento de Antropología.