Fuente: Le Monde Diplomatique
Por Victoria Jolly y Francisca Márquez
La iglesia de la Veracruz, situada en el barrio Lastarria de Santiago, permanece como una ruina abierta tras el incendio del 12 de noviembre de 2019. Incendio ocurrido durante el estallido social en Chile, tiempo donde el anhelo de suspender la inercia de los esquemas a través de la expresión ciudadana llamaba a cambiar las reglas y rediseñar el campo de los conflictos (Oyarzún, 2020). Hoy, sus muros ennegrecidos y agrietados se elevan hacia el cielo vacío, testimonio de la violencia sufrida. Lejos de ser un vestigio inerte, este templo sin techo permanece abierto a sus visitantes como un palimpsesto vivo, un manuscrito o un pergamino hecho de escrituras superpuestas que nunca se borran del todo (Huyssen, 2003). Si nos valiéramos de este templo como una metáfora, y miráramos con detención sus muros, sus costras y sus fisuras, la imagen del palimpsesto se nos ofrecería como una evidencia cierta. Un templo hecho de materialidades rugosas, vivas y dialogantes, que como un archivo sensible de lo acontecido invitan a excavar esa estratigrafía de sentidos de lo que ocurrió, ocurre y ocurrirá. En las ruinas “relampaguea la verdad” señalaba Walter Benjamin (1999), una verdad hecha de restos, discontinuidades y supervivencias que nos con-mueve.
Los muros de la iglesia ahora son una gran superficie discontinua; la pátina compuesta de la superposición de capas dejaver las hiladas de ladrillo sin revestimiento. El color oscuro de un segundofuego sobre la arcilla deja fisuras y relieves sobre el revoque que cubría inicialmente la primera piel compuesta de cal, arena y agua. Todos estos materiales fundidos con el lenguaje de la incineración son para algunos cercanos al escombro y símbolos de la destrucción. Una pátina de espesor negro sobre el muro, que asemeja a una técnica tradicional de inicios del sigloXVII llamada Yakisugi. Técnica desarrollada en las zonas costeras de Japón donde se utilizaba el fuego controlado para carbonizar fachadas de casas rurales, graneros, almacenes y templos secundarios. Carbonizar una superficie y así preservar la madera a las condiciones adversas de la intemperie, resistir al propio fuego por venir, al agua, los insectos y el paso del tiempo.
Ingresar a la penumbra
Cruzar el umbral de la Veracruz en ruinas es ingresar a la penumbra: adentro parece estar siempre de noche. La luz del día apenas penetra y sólo el vano de la puerta abierta indica si afuera brilla el sol o si la ciudad ha encendido ya sus faroles. El aire se siente denso y quieto, impregnado del olor a ceniza y piedra húmeda. Cuando miramos la puerta de entrada desde el interior del templo, es la vida de la ciudad la que nos da cuenta del tiempo, un vano que nos muestra si es de día o si están ya encendidos los faroles de la calle, la plaza y el barrio nocturno en movimiento. Adentro, las seis ventanas equidistantes, rasantes al balcón del coro, marcan un horizonte en alto. Abajo no podemos ver a través de ellas, sino las superficies de luz que transitan proyectadas sobre los muros oscuros, una mancha que encandila como un reloj de sol que marca de manera indirecta el transcurso de la jornada.
Al interior entonces se encuentran las ventanas de luz como guardianas de una quietud. Para quien mira desde fuera por una ventana abierta no verá nunca tantas cosas como el que mira a través de una ventana cerrada (Baudelaire, 1993). Los visitantes, al entrar, instintivamente levantan la vista para seguir con los ojos la altura de los muros oscuros, recorriendo con asombro las paredes chamuscadas hasta las cerchas carbonizadas que sostienen los restos de la techumbre. En ese gesto repetido de alzar la mirada, la ruina impone silencio y una extraña suspensión del tiempo. Quienes hemos ingresado alas ruinas de la Veracruz podemos dar fe de que lo arruinado en este espacio sacro detiene la palabra y los movimientos, conduciéndonos irremediablemente al recogimiento interior, envolviéndonos en un estado meditativo que nos aleja del vértigo de la gran ciudad hacia una calma contemplativa. La experiencia roza lo espiritual, sumergiendo al visitante en una atmósfera de penumbra que conduce a la introspección y contrasta con el bullicio exterior de la ciudad. La Veracruz en su penumbra, se nos ofrece entonces como un interregno donde lo posible toma su lugar. Y es que la”penumbra”, nos advierte la filósofa María Zambrano, no es simplemente oscuridad, sino un espacio necesario para la revelación y la comprensión. La penumbra, como zona intermedia entre la luz y la oscuridad, esel lugar donde la razón poética puede operar, permitiendo una conexión profunda entre la realidad y uno mismo.
La puerta abierta de la iglesia persiste como una frontera, un umbral entre la luz, el tiempo y las arenas políticas de la ciudad. Las paredes retienen un perímetro oscuro, desnudo ahora sin molduras, sin la narración visual del Camino de la Cruz. Solo bajo esaluz de la penumbra, una luz que hace mirar el espacio, solo al espacio, luz que es la arena para estar junto al mar de nuestro orar (Cruz,1954). Las paredes negras parecieran recoger el lugar de la penumbra, esa luz que borra los objetos y nos invita al recogimiento.
Lee el texto completo acá.