Los países escandinavos suelen ser citados con admiración por quienes aspiramos a construir sociedades más igualitarias y prósperas, como países que combinan altos niveles de crecimiento económico con derechos mínimos garantizados.
El carácter de “tierra prometida” o modelo ideal de sociedad para los que abrazamos ideales progresistas, se sustenta en los extraordinarios indicadores que presentan en casi todas las dimensiones de desarrollo no solo económico sino también humano. Baja tasa de criminalidad, elevada esperanza de vida, altos niveles de cohesión social, distribución equitativa del ingreso y alto crecimiento. Es así como en el “Índice para una Vida Mejor” de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), Noruega ocupa el segundo puesto, seguido de Suecia y Dinamarca.
El problema es que el asombroso desempeño escandinavo es a menudo atribuido –directa y exclusivamente– a la expansión del tamaño del sector público y la construcción de un potente estado de bienestar, como la receta única que un país en vías al desarrollo como el nuestro debiese copiar, de manera de equipararse con las sociedades del norte de Europa. El camino hacia la utopía nórdica pasaría, entonces, por el rápido y radical aumento de los impuestos y el gasto fiscal, así como por la creación de amplios monopolios públicos y mecanismos de redistribución e intervención en la vida económica y social por parte del Estado.
Nima Sanandaji, académico sueco-iraní del Instituto de Tecnología de Estocolmo en un reciente libro, titulado El poco excepcional modelo escandinavo, argumenta que el progreso de los países nórdicos no se debe necesariamente a la construcción de un Estado de bienestar como principal explicación de su desarrollo, sino más a una combinación de factores que incluyeron a la libertad económica y el espíritu emprendedor de sus pueblos, rasgos culturales en torno a la ética protestante sobre el deber y el trabajo, así como prácticas igualitaristas ancestrales quizás poco replicables.
Sus argumentos aparecen convincentes al observar los datos donde el gran salto escandinavo al desarrollo habría ocurrido varias décadas antes de la construcción del Estado de bienestar. Es decir, las cifras demostrarían que el periodo comparativamente más exitoso en la vida económica de Escandinavia se registra a partir de los tres decenios finales del siglo XIX y llega hasta mediados del siglo XX, o sea, cuando los Estados nórdicos eran aún muy pequeños.
Así, por ejemplo, el nivel de tributación en Suecia durante su período más extraordinario de progreso económico y social, que va desde 1870 hasta el comienzo de la I Guerra Mundial, era inferior al 10% del PIB. En este mismo sentido, hasta la década de 1950, tanto la carga tributaria como el tamaño del Estado de los países escandinavos era inferior al de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia o Alemania.
Lo relevante es que, al contrario de la extendida percepción popular, fue más bien durante ese período caracterizado por un Estado limitado cuando los países escandinavos habrían logrado su mayor progreso y una posición privilegiada en cuanto al crecimiento de su ingreso per cápita.
De esta manera, la transformación de las sociedades nórdicas desde países relativamente periféricos y atrasados a verdaderos líderes del progreso mundial con insuperables niveles de equidad, no sería producto del desarrollo de un fuerte Estado de bienestar, sino tal vez pese a ello.
Habría que ser muy ingenuo, por otro lado, para no darse cuenta de que al igual que el señor Sanandaji, los pseudointelectuales de la derecha liberal (que sí existen en otras partes del mundo), animados por sus legítimos valores, utilizan este tipo de evidencia para atacar la participación del Estado en la sociedad, bregando por reformas que hagan retroceder la incidencia del sector público, presentándolo mas bien como un lastre con el cual deben convivir las avanzadas sociedades nórdicas.
Sin embargo, hay –a mi juicio– un par de cuestiones evidentes en esta línea argumental que los progresistas en Chile muchas veces olvidamos: el hecho innegable de que un sistema redistributivo asume que existe algo para redistribuir y que una sociedad capitalista (no el capitalismo en extremo liberal a la chilena, por supuesto) no puede funcionar sin capitalistas.
Finalmente, y a propósito de la esperada modernización del Estado en nuestro país, los países del norte de Europa se caracterizan por contar con aparatos públicos reconocidos por su probidad, austeridad, profesionalismo y respeto a la legalidad, aspecto que contrasta –todavía– con nuestro sector público, que sigue siendo el gran botín del gobierno de turno, sin lograr aún conformar un Estado profesional con adecuados y exigentes estándares de evaluación sobre la base del mérito.
Lo anterior es sumamente relevante a la hora de diseñar e implementar políticas públicas eficientes pensando en los intereses de la ciudadanía, así como al momento de equiparar la asimétrica relación Estado-Mercado que subsiste en nuestro “particular” modelo de desarrollo.
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